
Desde ahí, desde esa luz, desde ese calor, la Cuaresma sigue hablándome de oración, de ayuno, de reconciliación, de limosna pero mirando al futuro, no al pasado de mis pecados. Jesús, no se regodea en el mal realizado, sino que mira el bien que somos capaces de hacer a partir de ahora, a partir de cada minuto que transcurre.
Dar limosna es ni más ni menos que “practicar la justicia”, la justicia de Dios que es mucho más que nuestro concepto de “dar a cada uno lo suyo”. Es dar sin limitación, sin esperar nada, sin juzgar merecimientos, como Dios hace cuando reconocemos en nuestra vida “un regalo Suyo”.
Hacer oración no es sólo participar de liturgias solemnes, es pararse un momento cada día y beber de la fuente que nos hace que seamos lo que somos, que nos da esperanza y razón para vivir. Es buscar esa fuente, la encontremos o no, y confiar en que está, en que calmará nuestra sed y nos dará más sed de ella.
Ayunar no es el simple gesto de dejar de comer carne los viernes. A la luz del Amor, ayunar es dejar de lado el egoísmo que nos hace mirar siempre primero por “mis” necesidades y poner delante a los demás, llamarlos hermanos y sentir con ellos.
La reconciliación, es reconocerse ante Dios, limitado, herido y necesitado de su Amor. Es saberse “responsable” de las heridas de otros que es muy distinto de ser “culpable”. Dios no condena porque nos Ama de verdad y siempre. Y “pedir perdón” es “dejarse curar” y devolver a Dios la alegría de dejarme abrazar por El.
La Cuaresma, a la luz de ese Amor es una llamada a “SER”, a la autenticidad, a recuperar nuestra identidad de Hijos de Dios y de Hermanos de Jesús y de toda la humanidad, sin excepciones.
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